Yo tendría unos 21 años y estaba por terminar la carrera de periodismo. Arrastraba los pies por el largo pasillo del piso 4 de la UCAB, pendiente del reloj porque pronto empezaría el ensayo de Asesinato en la Catedral, cuando vi el cartel.
«Recital de poesía. Armando Rojas Guardia».
El corazón me dio un vuelco. Me acerqué para ver los detalles y comprobé, decepcionada, que la fecha había pasado hacía unos días.
Creo que este episodio resume un poco lo que fue mi relación personal con Armando.
Mi relación con su palabra es otra cosa.
Armando era mi tío, el desconocido.
En realidad no era exactamente mi tío: mi madre y él son primos hermanos, por lo que él vendría a ser mi primo segundo. Pero dado que mi mamá es hija única, y que creció rodeada de sus primos, desde niña me acostumbré a llamarlos a todos mis tíos. Armando era, pues, mi tío desconocido.
Sólo recordaba haberlo visto una vez, en casa de mi abuela, que lo quiso como a un hijo. Yo tendría unos 7 u 8 años, la edad que tiene ahora mi hija, cuando Armando vino un día a su casa a almorzar. Mamama puso la mesa en el comedor y no en la cocina, y ambos, Armando y ella, parecían serios, solemnes incluso. Yo me senté a comer con ellos, preguntándome por qué estarían tan serios. Armando entonces se veía como en la foto que acompaña este post, y así lo recuerdo. No sé por qué. No sé por qué esa visita me causó tanta impresión, y por qué guardo esos detalles tan nítidamente en mi memoria. En un momento dado, Mamama le comentó a mi tío que yo también era intelectual, como él. Armando me miró fijamente por primera vez (hasta ese momento creo que no había reparado mucho en mi presencia), y con gran seriedad me preguntó si aquello era cierto.
Yo no sabía lo que significaba la palabra intelectual. Mi abuela me explicó que un intelectual es una persona a la que le gustaba mucho aprender. Me sentí muy satisfecha con esa explicación y dije que sí, que entonces yo también lo era.
No recuerdo cuál fue la respuesta de Armando. Sólo recuerdo sus ojos profundos, su mirada oscura, su seriedad.
Unos días más tarde me llamó la atención un libro delgado sobre la mesa de noche de Mamama: era Del mismo amor ardiendo, el primer libro de poesía que publicó mi tío. Supongo que se lo habría traído cuando vino a almorzar con ella. Tenía su dedicatoria. Desde hace años guardo ese mismo ejemplar como un tesoro.
De manera que, cuando vi aquel cartel en la universidad anunciando el recital, ese había sido el único contacto que había tenido con Armando.
Pero había algo secreto que me unía a él.
Yo también había empezado a escribir poesía.
El Dios de la Intemperie
Poco tiempo después vi que mi querida Virginia Aponte, Virgi, que dirigía el grupo de teatro UCAB, en el que participé durante todos mis estudios, tenía un libro de Armando. Creo que El Dios de la intemperie. Le pregunté por el libro y me lo recomendó mucho, así que lo compré. Aún conservo el mismo ejemplar. Todas las páginas están subrayadas.
Empezar a leer El Dios de la intemperie fue como haber vivido desde siempre con la luz apagada y que de pronto alguien abriera una ventana. Las palabras de Armando formaban música y esa música tenía un sentido distinto a cualquier otra cosa que hubiese probado hasta entonces. Me resulta imposible expresar con exactitud el descubrimiento que ese libro supuso para mis 21 años. Me quedo corta si digo que me cambió para siempre. Porque no fue sólo eso. Fue como encontrar un sentido a algo que sospechaba muy adentro y que nunca hubiese podido poner en palabras.
El Dios de la Intemperie se convirtió así en el hilo conductor de mi tesis de grado, sobre el teatro de T.S. Eliot.
De El Dios de la Intemperie pasé a El caleidoscopio de Hermes y de allí a la poesía de Armando y mi admiración iba creciendo cada vez más. El hecho de no conocerlo y de no poder tener ningún contacto cara a cara con él lo envolvía todo en un gran misterio y le otorgaba cierto romanticismo a esa admiración por quien ahora ya consideraba mi maestro en la distancia.
Y entonces llegó el recital de La Nada Vigilante. El único recital de Armando al que asistí.
La Nada Vigilante
Yo estaba a pocos días de entregar mi tesis de grado. Llevaba varias semanas durmiendo muy poco y trabajando hasta que salía el sol. Mi compañera de tesis, María Estela, prácticamente se había mudado a mi casa y nos turnábamos para dormir unas pocas horas mientras la otra se empeñaba con el teclado del ordenador. Y entonces mi madre recibió la noticia: Armando acababa de publicar un nuevo libro y había aceptado que la familia asistiera a la presentación (¿o nos había invitado?). Mi emoción fue mayúscula.
Acudí con mi madre. Me sentía un poco borracha por la falta de sueño, tanto, que cuando tuve a Armando delante de mí por primera vez en mi vida adulta, las palabras se me trabaron y no supe qué decirle. Con ayuda terminé por contarle que había leído todos sus libros, que El Dios de la intemperie era el hilo conductor de mi tesis sobre Eliot que estaba a pocos días de terminar, que yo también escribía poesía. Armando estaba asombrado, creo que no se esperaba que su sobrina fuera también una devota lectora suya.
Aquel recital fue maravilloso. Cada vez que leo los poemas de La Nada Vigilante los escucho en su voz pausada y grave. A pesar de sentirme mareada por la falta de sueño, recuerdo con total claridad el sonido de esas palabras, su cadencia.
Tras aquel recital, Armando aceptó verme una tarde, en su casa, para mostrarle mis poemas.
Quien haya tenido alguna vez 21 años y un sueño entenderá lo que aquella cita supuso para mí.
Asistí no como quien va a ver a su tío, porque a fin de cuentas apenas había tenido contacto con él. Para mí era mi maestro, y la posibilidad de recibir su guía era un regalo inmenso.
Aquella tarde hablamos de todo: de poesía, de filosofía, de religión, de su infancia. De todo menos de sus crisis psiquiátricas y su homosexualidad, que supongo fueron en gran parte las razones por las que quiso limitar el contacto con la familia, no lo sé. Yo hubiese querido preguntarle más, pero no me atreví. Quizá pensaba que habría más encuentros.
No fue así. Nunca más volví a verlo. No llegó a decirme lo que le parecían mis poemas.
Lo busqué, pero la puerta se había vuelto a cerrar.
Los últimos tiempos
Poco tiempo después me fui del país. A Inglaterra primero, luego a España.
En los últimos tiempos mantuvimos cierto contacto por Facebook y Messenger. Armando estuvo muy presente cuando perdí a mi hermano. De vez en cuando me mandaba alguno de sus artículos y lo comentábamos escuetamente. Y nunca respondió el último mensaje que le envié, antes de morir. Aún así, sé que lo vio.
Me hubiese gustado haber estado más cerca de él. En el fondo, envidio un poco a sus alumnos, que pudieron disfrutarlo más. Sin embargo respeto profundamente su decisión de mantenerse alejado. Comprendo que no podía haber sido de otra manera, y está bien. Es mucho, muchísimo lo que he recibido de él en la distancia, y eso ha sido suficiente.
Porque Armando fue, como me comentaba una de sus alumnas por Instagram, un hombre bueno. Un hombre íntegro. Un hombre que se atrevió a ir contracorriente, que siempre fue fiel a sí mismo. Homosexual, paciente psiquiátrico e intelectual católico, en un momento y un lugar –la Venezuela de los 70 y 80– en el que cualquiera de esas tres etiquetas podían ser una gran fuente de desprestigio. Pero eso a Armando le importaba muy poco.
Él siempre estuvo más allá de todo eso.
2 respuestas
Vivian que bello recuerdo a una persona que te dejó tanto desde la distancia, desde la admiración pero sobre todo, y cómo tu lo defines, hilo conductor no solo de tu tesis sobre Elliot, sino de tu misión, transformar vidas, como él lo hizo contigo.
Muchas gracias por tus palabras Yolanda <3