Hace unos días, les envié a mis suscriptores el email más personal que he escrito hasta ahora. Les contaba una historia que he compartido muy poco fuera de mi círculo íntimo.
La verdad es que no fue fácil escribirla, y mucho menos enviarla. Me sentí un poco desnuda al compartir esta parte de mí. Pero sabía que más de una persona necesitaba escucharla, y no me equivoqué.
Las muestras de cariño que he recibido después de enviar este email me llegaron al alma. Y me di cuenta de que realmente era importante hablar de estas cosas. Así que he decidido compartir el email tal cual lo escribí a mis suscriptores, esperando que te sirva 🙂
Aquí va.
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Cuando yo tenía 10 años nos fuimos a vivir un año a Londres.
Fue un año maravilloso, en el que estudié en un colegio que me encantó, hice amiguitos, conocí la nieve (viniendo del trópico, esto fue un gran acontecimiento!), y hasta viajé con mis padres a Escocia y mi papá condujo en medio de una tormenta hasta el mismísimo Loch Ness, porque yo quería ver al monstruo (y no, no quiso aparecer, el muy maleducado 😉
De Londres me traje mi inglés, un gran interés por la observación de pájaros y por la lectura, y el principio de una gran curiosidad por conocer otras culturas y viajar.
Pero, cuando volví a mi antiguo colegio en Caracas, me llevé una sorpresa muy desagradable. A mis 11 años yo era aún una niñita de columpio y tobogán, que quería jugar y subirse a los árboles. Estaba emocionada de ver a mis antiguas amigas, pero las encontré muy cambiadas. Ya habían entrado en la preadolescencia, y hablaban de chicos, de peinados y de moda. Estaban irreconocibles.
Yo no recordaba el profundo impacto que esto tuvo sobre mí hasta que salió en una sesión de terapia de liberación emocional hace unos meses, y reviví el miedo, el dolor y la confusión de la niñita que fui. Porque en ese momento tomé la única decisión que podía haber tomado a esa edad: crecer antes de tiempo para ser aceptada por el grupo.
Y así, sin ninguna preparación previa, sin transición, sin nada, me vi de pronto entrando de lleno, aunque muerta de miedo, a ese mundo desconocido de la pubertad. Y me vi hablando de chicos cuando aún no me interesaban, y peinándome a la moda cuando todavía (en secreto) jugaba con muñecas.
Y aprendí que para ser aceptada necesitaba convertirme en otra persona. Aprendí que yo no podía ser yo. Que yo venía con fallos de fábrica, que no daba la talla, en fin, que nadie iba a aceptarme como era.
Y lo olvidé, con el tiempo olvidé todo ello. Olvidé el dolor y el miedo. Y olvidé quién era yo realmente. Olvidé que estaba interpretando un papel, y que yo en realidad no era el personaje.
Y el personaje creció conmigo. Aprendió a pasar desapercibido, a no expresar su verdad, a usar palabras ajenas porque no confiaba en las propias.
Con ese peso viví hasta mis cuarenta y pico. Y no entendía por qué todo era un esfuerzo sobrehumano, por qué me costaba tanto alcanzar mis metas, por qué necesitaba trabajar el triple que los demás para conseguir unos resultados pobres.
Porque claro, vivir intentando ser otra persona es un desgaste. Es una tremenda pérdida de energía.
Hasta que, hace cosa de un año, me observé a mí misma en un webinar y me di cuenta de que la que hablaba no era yo. De que aquellas no eran mis palabras. De que me importaba un bledo el tema de marketing del que estaba hablando. Y entré en pánico, porque se suponía que aquel era mi trabajo, ¿a qué me iba a dedicar entonces?
Y buscando respuestas, me vi de pronto en aquella sesión de EFT rememorando todo esto que había quedado completamente enterrado en mi memoria durante más de 30 años. No te imaginas lo que lloré. No recordaba haber sentido tanto miedo y tanto dolor, pero en aquella sesión lo reviví. Fue duro, pero también liberador. Y después de sanar a mi yo de 11 años, después de abrazarla y decirle que todo estaba bien y que podía jugar y subirse a los árboles (y me subí, jeje), todo empezó a ponerse en su sitio. Y empecé a practicar usar mi propia voz. Al principio fue raro, pero con el tiempo se hizo natural, y con ello vino mi total, incondicional aceptación de mí misma.
¿Y sabes qué? Que me enamoré de mí 🙂 Comencé a sentirme totalmente cómoda siendo yo, con mis luces y mis sombras. Dejé de sentir la necesidad de explicarme. Aprendí a decir no sin remordimientos. Dejé de tener que demostrar «algo». Empecé a atreverme a mostrarme a mi tribu en toda mi vulnerabilidad.
Y mis ventas empezaron a subir.
Naturalmente.
Porque vender desde el corazón pasa por sentirnos cómodos siendo quienes somos. Pasa por sentirnos libres de usar nuestra propia voz. Pasa por querernos. Por ser capaces de hablar de lo geniales que somos sin pedir disculpas por ello. Por permitirnos BRILLAR. Así, en mayúsculas.
Y por eso, esta es una de las cosas que más trabajamos en *Cómo Vender sin Sentir que Estás Vendiendo*.
Infórmate aquí.
Me apasiona ayudar a los agentes de transformación a sacar su propio brillo. Me apasiona hacerles ver que son grandes, que son poderosos, que pueden cambiar el mundo.
Desde ese lugar de total aceptación de nuestra grandeza, vender se hace tan sencillo como informar a los demás de los beneficios y características de tus servicios, y dejar que ellos tomen su propia decisión.
Realmente es así de fácil.
Un fuerte abrazo, y gracias por leerme 🙂
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